Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 23-10-2013)
La
Bioética ha irrumpido, sorprendentemente, en el último medio siglo, cuando el
progreso científico y tecnológico ha alcanzado las cotas más avanzadas de
nuestra historia. El pensamiento después de la Segunda Guerra Mundial se ha
escindido claramente entre el materialismo científico y la conciencia de vacío,
de ese nihilismo absoluto que llamamos postmodernismo.
¿Hay alguna conexión entre el progreso científico y el nihilismo, entre los avances en el saber sobre la estructura y dinamismo de la materia y el vacío de sentido?
Estos
hechos y estos problemas se agudizan en cuanto los temas a debatir se centran en lo relativo a la vida
y a la muerte que son sin duda los que
más interesan a todo organismo vivo en sentido práctico y que más preocupan a
aquellos animales dotados de conciencia y de libre albedrío como los humanos.
Esto ocurre sin duda porque el instinto de conservación mueve automáticamente
al animal a la supervivencia y a los humanos a la reflexión sobre la calidad de
la vida que queremos que sobreviva y al sentido mismo de una vida que
aparentemente tiene la extraña propiedad de decaer de su propia
definición.
Los ideólogos del nazismo pusieron a la humanidad al servicio de la raza aria que por ser, en su definición previa, la más inteligente de la tierra podía permitirse tratar a los demás individuos como conejos de indias para todos los experimentos que, en nombre del progreso científico, destruían en sus laboratorios, a millares de vidas inocentes. Desde otra ideología y en nombre del progreso de la humanidad, se consideraba que los individuos tenían como mejor función en este mundo servir a los intereses de la humanidad y la ciencia, carente de otro límite que la voluntad del Partido. En nombre de la humanidad asesinaban a los humanos, en misiones paralelas a las de los nazis en sus laboratorios, cárceles y campos de exterminio.
Los ideólogos del nazismo pusieron a la humanidad al servicio de la raza aria que por ser, en su definición previa, la más inteligente de la tierra podía permitirse tratar a los demás individuos como conejos de indias para todos los experimentos que, en nombre del progreso científico, destruían en sus laboratorios, a millares de vidas inocentes. Desde otra ideología y en nombre del progreso de la humanidad, se consideraba que los individuos tenían como mejor función en este mundo servir a los intereses de la humanidad y la ciencia, carente de otro límite que la voluntad del Partido. En nombre de la humanidad asesinaban a los humanos, en misiones paralelas a las de los nazis en sus laboratorios, cárceles y campos de exterminio.
Cuando
se destapa el pastel y los hermosos e inteligentes dioses rubios se convierten
en criminales de lesa humanidad y los depositarios de la razón de la historia y
sus leyes, dejan a los inquisidores medievales como pobres aprendices, ineptos
verdugos sin la tecnología suficiente que les permitiera hacer el mayor mal al
mínimo coste. Es entonces, cuando nacen
en Europa y América, movimientos de intelectuales que procediendo del mismo
infierno, clamaban por el humanismo perdido, diciendo “no es eso, no es eso”.
Todo
ser vivo quiere vivir y el ser humano por su dotación de conciencia no sólo
quiere naturalmente vivir sino que, además, sabe que debe poner los medios para
hacerlo. Las leyes de la evolución lo dejan claro y la psiquiatría define las
ganas de morir como una enfermedad que hay que curar. ¿Por qué entonces, nos
planteamos esos grandes problemas metafísicos sobre el origen y el final de la
vida biológica? Son metafísicos ciertamente porque el por qué de la vida y su
para qué y el porqué de la muerte y su para qué escapan a toda contrastación
científica. Como no se entienden las preguntas se niega la existencia de
respuestas.
Corremos
el riesgo de volver a un nuevo
totalitarismo de la ciencia al que muchos estarían dispuestos, una vez más,, a
sacrificar a los humanos, en nombre de la humanidad.
El
tema incluye tantos capítulos que, por razones de los límites de espacio, me
limitaré hoy a la cuestión del dolor ante la vida y ante la muerte, porque si
el nacer y el morir vistos en su conjunto fueran cosas placenteras como coser y cantar, no existiría la Bioética.
Los
pensadores de la Escuela de Frankfurt, que reaccionaron frente la barbarie
nazi y aquellos otros que escaparon de
la barbarie estalinista, creyeron que razón y barbarie eran equivalentes y que
el orden verdadero es el que produce mayor placer en menor tiempo. El argumento
es: si la razón tecnológica fue el mayor mal, la sinrazón, será el mayor bien.
Esta ideología, la de Marcuse, Fromm, Foucault, Bataille, se alimentaban
también los ideólogos de la cultura de la droga, a la cultura del instante y de
la subversión de los valores, no de uno u otro sistema sino de cualquier
sistema en general. Con ello, se ponía sobre el tapete una consecuencia
paradójica. Si la razón de sistema lo prohíbe todo, la sinrazón, lo permite
todo.
La
neurobiología nos demuestra que nuestra estructura cerebral indica que el
instinto de supervivencia en los humanos se manifiesta en nuestra capacidad de
calcular y en la de asociarnos. Razón, relación y sociedad son la misma cosa.
Si prescindimos de todo sistema porque ha habido sistemas indecentes, estamos
sentando las bases ideológicas de la cultura de la muerte porque la especie
humana, científicamente hablando, no puede sobrevivir sin alguna forma racional
de organizarse.
De
modo que las cuestiones de la bioética, los conflictos entre las necesidades de
hacer progresar la ciencia y las de respetar a cada individuo humano porque es
fin en sí mismo y no medio, obligan a tomar partido en cuestiones que hoy están
en los titulares de los medios de comunicación: aborto, anticoncepción,
sexualidad, clonación, familia, género, eutanasia, drogas, experimentación en
laboratorio y un largo etc.
Tantos
capítulos y tan conflictivos, en los que nos va la vida y la muerte, de los que
deberemos tratar en lo sucesivo.