lunes, 6 de enero de 2014

¿Por qué estamos contentos, aun viendo tanto sufrimiento?

Artículo publicado en el periódico Ideal, el 6 de enero de 2014
Armando Segura

El eterno problema del mal y el eterno misterio de la alegría cristiana. El “Cándido” que en Voltaire, representa al creyente, al bobo que se cree que las catástrofes y sufrimientos se explican “porque al final todos iremos al cielo a comer confitura”, tiene su versión pre-freudiana en Marx: “la fe es la droga que impide solucionar los problemas reales del mundo real”, “si acabamos con la familia terrestre, podremos acabar con la Trinidad celeste, la familia en el cielo”. Se pueden añadir unas gotas de Freud donde el Super Ego es la fuente de todas las represiones complejos y neurosis. Nos quedaría aun Nietzsche para quien la fe da paz pero no verdad, aludiendo al valiente que sin Dios busca la verdad de este mundo a pecho descubierto.

Einstein y en general los físicos actuales, piensan que el tiempo es una impresión subjetiva y que la verdad objetiva es el espacio del que el tiempo sería una propiedad, un simple número en la fórmula. Me parece un paralelo a lo que se viene diciendo por miles de pensadores: que el tiempo y el espacio tienen su correlato en el tiempo y la eternidad. Pasa el tiempo, se muere uno pero queda el espacio, el “todo a la vez” de la eternidad.

Desde ella, el ángel dice a los pastores: “Os anuncio una gran alegría para el pueblo.  En Belén de Judá os ha nacido un Salvador, el mesías, el Señor” Cualquier persona razonable puede pensar que esto es “para el que se lo crea” pero que la verdad de la vida no se arregla con palabras bonitas.

El gran tema del sufrimiento depende de la conciencia del que sufre y del que ve sufrir. Sin conciencia no hay dolor. Esa es la verdad parcial del budismo. En la misma conciencia hay  dos posibles respuestas ante el problema del mal:

1)    Focalizar la conciencia en lo malo del mal, añadiendo, con ello,  mal al mal.
2)    Tomar la perspectiva del bien que no está a la vista de los ojos sino a los del pensamiento. Echar bien al mal como quien echa sal a la pista helada. El mal retrocede como el fuego ante el agua.

La vista y demás sentidos y sentimientos, te hablan de lo presente, lo inmediato, pero lo presente no se soluciona con el presente. La incógnita de cualquier ecuación no se despeja sino sales de ella misma, a los valores conocidos. El mal sólo se puede afrontar desde el bien. Claro está que si tu razón cegada por la sensibilidad, no “cree en el bien”, entonces no hay solución. 

Los cristianos estamos contentos porque creemos y practicamos la solución. Creer y no practicar es no creer “de verdad”. Creemos que el Cosmos tiene una estructura matemática que nosotros vamos conociendo pero no creando, creemos que en la conciencia se nos indica la diferencia entre el bien y el mal y creemos que Dios en persona se hace inerme de niño y de adulto mientras que los pontífices de la Realpolitik, se ríen de él, porque ellos sí están con los pies en el suelo. 

Creemos en que Dios resucita a los muertos de modo parecido a como del gusano sale una mariposa o de un grano podrido surge una espiga. Es curioso que en el mal, no haga falta creer porque es evidente. Es el bien en el que hace falta creer porque la estructura misma de la fe supone:

1)    Crear espacio abierto en el futuro, tanto próximo como lejano
2)    Poner toda la carne en el asador para que ese espacio se colme de bienes, por lo menos, en lo que depende de cada uno.

Así no se arreglan todos los males presentes, aunque nadie puede ver tanto pero se echa una gota de aire puro que se contagia a los demás, que repiten la operación y se amplía el círculo.
Estamos contentos ciertamente, muy contentos, porque Dios ha dejado en nuestras manos gran parte de la solución y la ayuda para completar lo que falta.
Todo está en comprender la diferencia entre individuo y persona. El individuo es el animal ancestral que todos llevamos dentro y que es un depredador nato. Tener más, poseer más, dominar, más: marcar el territorio.

La persona consiste en olvidarse de sí mismo y pensar y obrar para promover el bien de los otros. Es el modelo trinitario en donde el padre sólo tiene ojos para el Hijo y a la inversa. El mal radical de finales del siglo XX y lo que va de siglo XXI es el individualismo narcisista que genera, naturalmente, mucho sufrimiento en él y en los demás. Siempre hay salida pero hay que “creérselo”. No hay ejemplo más alto de persona que Jesucristo que puso su libertad, dignidad y autonomía a la altura del barro y más abajo aún, pensando sólo en nosotros.




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