Artículo publicado por el periódico Ideal de Granada, 8 de mayo de 2016
En los últimos años coincidiendo con el pico más alto de prosperidad material, en las alegrías de la burbuja económica, el índice de separaciones matrimoniales ha crecido de forma evidente. La entrada en vigor de la legislación sobre el divorcio “exprés”, aceleró esa cifra y a la vez, hemos llegado a una situación en que la mitad de matrimonios, civiles o canónicos, se rompen con suma facilidad.
“Animados” por estos hechos, los jóvenes ya no piensan en
casarse y a los matrimonios tampoco les
apetece el tener hijos.
Haber tenido hace bastantes años relación directa con
familias, con este problema, podemos reflexionar sobre el tema que tal vez nos
ayuden a todos a mejorar la situación.
Las rupturas matrimoniales, especialmente cuando hay hijos
por medio son generadoras de infelicidad para todos. En muchos casos, se llega
al drama y a la tragedia. Los hijos, fuera del ambiente familiar normal, se
sienten no queridos y saltan de rabia ante una situación de la que ellos no son
responsables. Este “rebote” marca sus vidas si, en algún caso, se entra en el
laberinto de la droga, el alcohol y el sexo, de puro instinto.
El problema está generalizado en Occidente y en alguna
medida, refleja una reacción contra aquellos modos totalitarios de entender la
vida que llevaron a la Segunda Guerra Mundial.
La idea de que si la razón y el orden impuesto por la
violencia, habían desencadenado millones de muertos, el camino de la libertad
era el único viable para la felicidad.
Y es verdad. La libertad y no la racionalidad tecnológica es
la raíz de la felicidad. Sería una contradicción creer que hablamos de la
libertad de instinto. Si ser libre significa hacer lo que a uno le apetece en
cada momento, el apetito determina nuestra libertad. Esto lo saben hacer muy
bien los animales que además de no producir tecnología, tienen poca cabeza. El
instinto los salva, el programa genético, pero no la libertad.
¿Qué hacer? La moralidad requiere como condición esencial,
la libertad. A pesar de los hechos en otras culturas y en la nuestra en épocas
recientes, no se puede obligar a nadie a ser bueno como tampoco se puede
coaccionar a nadie a casarse. Un acto forzado deja de ser moral y humano.
Hablamos de la familia y de la coyuntura difícil que
atraviesa. Hablamos, por tanto del amor que siempre debe ser libre,
absolutamente libre. Hay quien entiende por amor y por libertad, el “amor
libre” desplazando el centro de gravedad del amor, desde la entrega al otro, a
la entrega a sí mismo, con olvido del otro.
Amar no es sentir amor sino sentirlo hasta el punto que uno
viva para el otro antes que para sí mismo. Esta es la clave de la estabilidad familiar.
El equilibrio entre el instinto egoísta de conservación y el
instinto altruista de sociabilidad es la clave de la supervivencia humana en
términos de la biología elemental.
La convivencia es difícil porque siempre queremos tener
razón, no pedimos perdón por ello. Eso ocurre en las familiar y en cualquier
organización social.
La religión, independientemente de la solidez de su
inserción en una sociedad, tiende a favorecer el matrimonio y su permanencia,
pero la religión, especialmente la cristiana, no es un código moral o ético.
Nos sorprende, demasiadas veces, observar como matrimonios
de formación cristiana e incluso practicantes se separan después de diez o
veinte años de matrimonio y de haber tenido varios hijos.
Pienso que no son los responsables, el azar, o la presión
ambiental o la legislación y la publicidad o la constante presencia en los
medios del elogio del instinto. Tampoco
me vale el recurso a trastornos
mentales. Todo eso influye. La responsabilidad es de las personas o sea de
nosotros.
Hay encuestas que aseguran que entre los matrimonios
cristianos, sólo siendo practicante uno de ellos, el índice separaciones es del
1%. Si los dos son practicantes, desciende al o’3. Tiene su lógica pero ese
dato estadístico no nos dice cómo arreglar las cosas, en un marco de libertad
social.
Entre los cristianos, cabe el riesgo de una doble vida
inconsciente, especialmente si son muy practicantes. El centro de su vida es la
piedad, la iglesia y el orden social. Captemos el matiz: Lo verdaderamente central
según creen, son las normas de piedad. Ese ideal, tan asequible por estar lejos
de la vida ordinaria puede ser un estupefaciente. La familia o la empresa, eso
es lo real y lo duro.
A fuerza de comparar la facilidad de la piedad y la
dificultad de la vida familiar o laboral, se pierde el sentido de la fe
cristiana.
“No es el hombre para el sábado sino el sábado para el
hombre”. No lo he dicho yo.
En la iglesia cada día nos dicen que la Eucaristía, no es un
programa que sirve para vivir la Eucaristía o que cumplir ciertas normas
consiste en hacerlas cada día mejor.
Lo esencial es que al llegar a casa o a la empresa repitamos
de hecho, lo que hemos oído “Esta es mi sangre que será derramada por vosotros”
y “Cuantas veces hciciereis esto, hacedlo en memoria mía.
La piedad se practica en los
últimos siglos, en las Iglesias pero su dinámica y lugar natural, son la casa,
la calle y el trabajo.
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