lunes, 5 de marzo de 2018

La Constitución, un ajuste


Artículo publicado en el periódico Ideal, febrero de 2018

En los organismos vivos hay una base natural gracias a la cual nacemos, un programa que viene dado por el código genético. Son los rasgos que uno tiene antes de toda educación. Es predeterminado genéticamente.
En los humanos hay, además un código cultural que no es producto individual sino que lo aprendemos desde el momento de la concepción. Son muchos los experimentos que demuestran que el estado de la madre e incluso, el entorno, influyen en la paz y en la felicidad del feto. La música, por ejemplo, el sentimiento de paz que los padres transmiten al no nacido, casi siempre de forma inconsciente.
Con las naciones ocurre otro tanto.
La base geográfica le viene dada y condiciona en sentido amplio, sus fronteras, su economía y hasta el temperamento de sus gentes. No es lo mismo vivir bajo el sol radiante del sur que en Noruega o Rusia donde a las cuatro de la tarde es de noche y viven dentro de sus casas con potente luz artificial.
Por encima de la Geografía está el código cultural colectivo, lo que la población ha trabajado con esa materia prima. Tampoco es obra individual sino que cada uno la recibe al nacer como una segunda naturaleza estrictamente humana y que es fruto de un lento proceso de elaboración.
Como se ve, los elementos naturales de un país y de sus habitantes son “recibidos”, no los construimos.
Sin naturaleza, sin cultura, no somos casi nada.
Casi nada porque el cerebro de cada uno es distinto, Ese “casi nada”,  es un megacomputador de miles de millones de neuronas que son como nanoordenadores que se ponen inconscientemente de acuerdo para mantener al ser humano vivo y saludable.
En el neocortex de cada cual, las neuronas son la base de las decisiones voluntarias, en la zona lindante con la médula, las neuronas asociativas estabilizan el sistema, etc.
Está claro que en todo este contexto que parece una burbuja protectora en cuya atmósfera los individuos pueden tener iniciativas, planes y transformar lo que recibieron, mejorarlo o remozar las fachadas.
Hay otro elemento más dinámico que son los acontecimientos históricos: las guerras, las revoluciones y las posguerras donde se gestan las paces, los consensos, donde las pasiones amainan y los cambios que resonaban como cataclismos resultan pequeñas variantes de matiz.
La Historia de la España moderna  ha sido de todo menos tranquila. Algo muy distinto a la de Inglaterra donde han sabido  respetar el encaje entre las capas naturales, culturales e históricas. Una historia convulsa debería servirnos de aprendizaje y terapia. Debería moderar las ambiciones y encajarlas en lo recibido, en la naturaleza y en la cultura de nuestra historia.
Empecemos por la Constitución.
Tras una paz forzada de cuarenta años, el consenso sobre la necesidad de no repetir la guerra civil creó un acuerdo universal que alumbró la Constitución de 1978. Todos aceptaron un Estado que podía ser el armazón formal de un país libre. Todos, hasta los nacionalistas porque se les proporcionó un futuro cuando no tenían nada.
El país ha ido funcionando con cierta normalidad hasta que llegó el cambio de la socialdemocracia por la ideología de género y el “buenismo”. Ambos talantes suponían una reinterpretación de la  Constitución de 1978. Lo que era ley debía entenderse como transacción;     un “nasciturus”, alguien con derecho de vida, se leía como un tumor o cuerpo extraño. Los grados académicos, se entendieron como mentiras de la clase dominante que impedía la igualdad de oportunidades. Todos licenciados, todos de todo pero sin formación profesional.
Y vino la crisis.
Casi una década de inestabilidad económica y social para un 30 o 40% de la población. La salida lenta, la debemos a la conjunción de la compra de la Deuda por el BCE y a la reforma laboral que como en toda Europa, ha incrementado el trabajo temporal y precario.
El referente, el eje que ha permanecido estable ha sido la Monarquía   constitucional.
La institución monárquica tiene dos virtudes por su misma naturaleza: proporcionar estabilidad y seguridad y además, la capacidad de sucederse a sí misma. Siendo constitucional, goza del elemento histórico recibido y el elemento democrático.
Una forma de gobierno es indiferente de suyo  y su razón de ser es que funcione. La nuestra ha funcionado razonablemente bien y cuando ha declinado se ha sucedido a sí misma.
La Constitución tampoco es un producto arbitrario de unos pocos sino que nace de la necesidad de  fijar unas reglas de juego que permitan asegurar la convivencia. Establecer resortes para asegurar la cobertura de las necesidades de la población.
Tampoco ha funcionado mal en estos cuarenta años. No por el tiempo pasado, porque el tiempo no cambia nada sino por ciertos defectos de fábrica, explicables por la necesidad de consenso. Precisa una mejora que subsane desajustes evidenciados recientemente.
La igualdad para todos los españoles es el denominador común que señala los posibles ajustes. Esto afecta a la Educación, a la Sanidad, a la Seguridad Social y a la Ley Electoral que es la responsable de muchas anomalías.
La Constitución no es sólo un producto artificial de la voluntad popular. No debe imponer una ideología a la mitad de los españoles, ilustrándolos  sobre la decisión temprana del sexo o género, pues la mayor parte de infelicidad infantil viene de la falta de un padre y una madre que mantengan una estabilidad hecha de amor y sacrificio. Lo que no conlleva un cierto coste, corrompe.


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